sábado, 5 de mayo de 2012

Pelos


9 y media de la mañana y ya está la primera clienta (que llevará desde y cuarto) en la verja esperando, le dan al botón y empieza a subir, a no ser que no suba, que tienen que darle al botón también, pero al de llamada para que venga mi padre o mi tío a abrirla a mano. La peluquería empieza a despertar, primero la radio, después el lavacabezas, y un ratito después los secadores. Siempre mandan a poner el café a la menos veterana, así que imaginaos las veces que no han encendido el fogón, o que lo han puesto sin agua, o incluso sin café. A las 11 se toma el café, y la de la tienda de al lado (da igual la madre que la hija) pasa a por él casi antes de que le hagan la famosa “llamada perdida del café”, como si lo hubiera olido desde su chiringuito plagado de flores. Hasta aquí todo normal, o casi. Lo bueno empieza cuando es el cumpleaños de alguien, que te cantan todas a la vez, cuando un tío viene a robar, y roba, y sacan la bulldog que tienen dentro encerrado, cuando ves a una corriendo de un lado al otro (¡concierto, concierto, que no llego al concierto!), cuando vienen los trinietos de una y todas las clientas se levantan a verlos, que tienen que estar los pobres curados de espanto, porque ver venir hacia ti mujeres con capa y papel aluminio en la cabeza no tiene que ser muy tranquilizador, o cuando a la otra le da un ataque de calor que por quitarse, se quita hasta el pelo, para sorpresa de los de alrededor. Y allí entre tintes, peinados, permanentes, pelo cortado, maquillaje y pelo arrancado (de éste no hay que olvidarse, que es el más doloroso) he crecido yo, que como todo el mundo dice: ¡Así has salido!