9 y media de la mañana y ya está la
primera clienta (que llevará desde y cuarto) en la verja esperando,
le dan al botón y empieza a subir, a no ser que no suba, que tienen
que darle al botón también, pero al de llamada para que venga mi
padre o mi tío a abrirla a mano. La peluquería empieza a despertar,
primero la radio, después el lavacabezas, y un ratito después los
secadores. Siempre mandan a poner el café a la menos veterana, así
que imaginaos las veces que no han encendido el fogón, o que lo han
puesto sin agua, o incluso sin café. A las 11 se toma el café, y la
de la tienda de al lado (da igual la madre que la hija) pasa a por él
casi antes de que le hagan la famosa “llamada perdida del café”,
como si lo hubiera olido desde su chiringuito plagado de flores.
Hasta aquí todo normal, o casi. Lo bueno empieza cuando es el
cumpleaños de alguien, que te cantan todas a la vez, cuando un tío
viene a robar, y roba, y sacan la bulldog que tienen dentro
encerrado, cuando ves a una corriendo de un lado al otro (¡concierto,
concierto, que no llego al concierto!), cuando vienen los trinietos
de una y todas las clientas se levantan a verlos, que tienen que
estar los pobres curados de espanto, porque ver venir hacia ti
mujeres con capa y papel aluminio en la cabeza no tiene que ser muy
tranquilizador, o cuando a la otra le da un ataque de calor que por
quitarse, se quita hasta el pelo, para sorpresa de los de alrededor.
Y allí entre tintes, peinados, permanentes, pelo cortado, maquillaje
y pelo arrancado (de éste no hay que olvidarse, que es el más
doloroso) he crecido yo, que como todo el mundo dice: ¡Así has
salido!